20 ene 2018

Pesadilla

Pesadilla



            
Cada paso le hacía tambalear. No era fácil caminar entre cadáveres. Cada paso le hacía no querer continuar. Temía tropezarse con los esqueletos. El problema es que no tenía otra cosa que hacer. Caminaba despacio, bajo aquel cielo vinotinto, donde gases grises fungían como nubes, y donde el horizonte era un nublado verde zafiro, que se apagaba y se encendía, como si la realidad parpadease. Caminaba, y a veces escuchaba bajo sus pisadas el sonido de algún hueso crujiendo o rompiéndose por su peso. Una costilla. Un dedo. Se rompían como cristal, debilitados por el tiempo. La base del suelo se movía. Su campo de visión era estrecho. Solo veía horizonte, el cual estaba demasiado cerca; y unas islas, como en la que estaba, demasiado apartadas, demasiado lejanas, para que pudiera llegar caminando.     El olor no le ayudaba, pues no existía. Ojala hubiese existido. Ojala hubiera habido alguna pizca de humanidad, que no fueran esas vidas perdidas y esparcidas por la isla (como él había decidido llamar al sitio), y el infinito silencio interrumpido por algún hueso quebrándose.

           
Tenía la certeza de saber de quienes eran aquellos fragmentos de vidas pasadas, aquellos residuos de carne humana que ahora se presentaban en la manifestación más simple de la raza. Esqueletos desprovistos de algo que los señale. Sin embargo, él sabía quiénes eran. Una certeza innata, como cuando sabes que lloverá antes de que suceda. Un conocimiento que proviene de adentro, pero no del cerebro.

Sabía que hace ya un rato había pasado el cadáver de su madre. Y hace menos pisó lo que fue el cráneo de su hijo. El de su esposa aún no lo encontraba, pero esa misma certeza le decía que estaría en algún lado. Todos los esqueletos eran de alguien que había conocido. No había gusanos ni otros acompañantes. Estaban limpiamente tirados a su alrededor, como si un niño los hubiese arrojado desordenadamente al cajón de juguetes del infierno. Los dejaba atrás a medida que continuaba su marcha. A medida que se acercaba al punto final de la isla.
           
¿Isla era la forma apropiada de decirle? Tal vez no. Insignificante masa de tierra putrefacta era una mejor descripción. No poseía arena ni vegetación, ni siquiera agua a su alrededor; solo una infinita nada hasta que la vista se topaba con la siguiente isla, y un inmenso campo propio del jardín subterráneo de un cementerio. Nada más. Sin aves ni animales. Sin sol ni luna. Cielo extenso, nubes de vapor y él, caminando. Seguía caminando.

Sus manos no tenían uñas, dejaban la carne libre al rojo vivo. Estaba calvo. No poseía dientes. Su lengua no se movía. Sus orejas estaban caídas. Sus cejas, desaparecidas. Sus labios, resecos. Sus ojos eran cuencas. Sus pies descalzos, aunque sin dedos, y aún así caminaba porque en ese lugar no hacía falta lógica. Sus piernas afeitadas. Sus rodillas llenas de cicatrices. Sus brazos cansados. Así era él. Eso era él.
           
El roce de una costilla le pasó por el pie cuando ya faltaba poco para llegar a la orilla. Una mano de puros huesos le agarró el tobillo; hizo caso omiso y  continuó. Llegó al final de la isla y observó lo que lo rodeaba. Más islas. Eran sostenidas en el centro por la estatua de una mujer que las cargaba con unas manos de largas uñas y unas muñecas diminutas. Sus caras estaban tapadas por un velo de piedra rasgado, donde se le entreveían solo una boca con ronchas o una nariz rota, según fuera la isla. Las estatuas tenían diferencias mínimas. Pero todas sostenían estos pedazos de piedra. Observó con más atención y notó que en la isla más cercana, en la superficie  no había esqueletos, sino pequeños niños jugando entre ellos. Se empujaban hacia la orilla, haciéndose caer al vacío. Al empujar y ser empujados, reían; pero cuando comenzaban a caer, lloraban. Eran demasiados sobre el montón de roca y parecían no terminar nunca. Se seguían empujando y seguían cayendo, agrediéndose unos con otros.

Miró hacia abajo, a la oscuridad total. No había nada. Ni siquiera un final prometedor. No era niebla lo que ocultaba el suelo, sino una penumbra absoluta que no se inmutaba, no se movía, no se alteraba. Cuando los niños caían, no entraban en la oscuridad, se fundían en ella para volverse un solo ente.
            
Saltó hacía ella.
            
Tenía que hacerlo.
            
Lo sabía con la misma certeza de que esos esqueletos eran sus seres queridos.
            
Caía hacia la negrura, y creyó entrar en ella, pero ella entró en él y lo dejó ciego. Todo oscuro. Todo nada. ¿Seguía cayendo? No se había golpeado, pero no había brisa ni hormigueo que le confirmara que seguía en caída libre. Todo lo que había era nada. Aguzó el oído y escuchó el llanto de cientos de niños a su alrededor. Esos a los que había visto caer. Lloraban en desconsuelo hasta que el llanto se convertía en gritos de pavor y luego no paraban de gritar jamás. El silencio se convirtió en una cacofonía de alaridos infantiles retumbando con el eco de un aire inexistente. Se desgarraban las gargantas.
            
Él esperaba que lo que le hacía a ellos gritar así, viniese por en su encuentro en cualquier momento. En vez de eso la suerte le brindó la mano y a lo lejos, justo en frente de él, una luz se encendió. Era roja y pequeña. Una llama lejana. Un punto rojizo.

Se acercaba a ella por mera voluntad, por puro deseo de querer hacerlo, pues no sentía sus piernas moverse al caminar, si es que eso estaba haciendo. No obstante, la llama se veía cada vez más grande. Y los gritos se escuchaban cada vez más fuertes. Fue consciente de su cuerpo cuando sintió que un par de dientes muy afilados y pegados entre sí, como si fuesen incisivos, lo mordieron el hombro derecho. No tenía brazos para apartarse lo que estuviese ahí, así que se limitó a seguir avanzando. Otro par de dientes se le incrustaron en la cabeza, como una aguja que le llegara al cerebro. Le dolía demasiado. No se detuvo y avanzó. No lo pensó. No había razón. Avanzó.

Unos chillidos se concentraron a su alrededor. Los mordiscos se multiplicaron. En la pierna, en la nuca. Algo le mordió el ojo izquierdo, y aunque le dolió terriblemente, no perdió la visión ni dejó de avanzar. Los chillidos incrementaban y algo dentro de él gritaba. Por fuera no podía. La llama se acercaba. Era rápida. Se hacía grande. Se hacía fuerte. La alcanzó sintiendo su alma cuatro veces más pesada, y cada centímetro de su existencia con una punzada de dolor. Pensó que debía tocarla. Se imaginó con un brazo que pudiera hacerlo, estirándolo para alcanzarla. Y la tocó

El dolor desapareció. La oscuridad también.
            
Ahora estaba en el centro de un escenario circular. Un coliseo lo rodeaba. Miles de personas lo veían fijamente, en silencio. Estaban indiferentes, pero atentos a cualquier movimiento que hiciera. No parpadeaban. No respiraban. Había niños, niñas, hombres, mujeres, ancianos. Todos apretados entre sí, observándolo. No dejaban de hacerlo ni por un segundo.
            
Él miró por todos lados buscando una salida que no encontró. Empezó a llorar. Sabía que ese era su fin. Hasta ahí había llegado. Ellos lo matarían. Lo harían. No tenían razones para dejarlo vivo. Estaba acabado.

Lloró como un niño. Se arrojó al suelo y lloró golpeándolo, mientras gritaba y suplicaba que lo dejaran en paz. Se rompió dos dedos de la mano izquierda con esos golpes. Sus nudillos se quebraron y empezaron a sangrar. Cuando sus manos no pudieron más, golpeó la cabeza contra el suelo una y otra vez, suplicando en miseria mientras se abría una herida en su cráneo. Pero no le importaba. Quería que lo dejaran en paz. Tranquilo. Solo. Solo. En paz. Llorando. Solo. Golpeó con fuerza. Golpeó con desgracia. Por la herida abierta se le escapaba masa encefálica. Sus sesos chorreaban por la sien y se combinaban con las lágrimas. Se puso en pie tras haberse vomitado encima y le gritó a todos que se fueran; ellos seguían observándolo como si jamás se hubiera movido. Les siguió gritando hasta que le ardió la garganta, se rindió y cayó al suelo. Cerró los ojos.
            
Los abrió y estaba en una isla.
            
Otra isla.
            
Una isla con otros iguales a él. Eran él mismo. Él de niño. Él de anciano. Él enfermo. Él drogado. Él ebrio. Todos eran él. Le susurraban cosas que no podía entender. Varios eran solo cadáveres de él mismo que se habían levantado para verlo con unos enormes ojos inexpresivos. Todas sus versiones infantiles lloraban y eran consolados por sus versiones más ancianas quienes sonrían torcidamente. Los más parecidos a él estaban sentados con la cabeza entre las rodillas mientras con las uñas se arrancaban el cuero cabelludo. Uno de ellos optó por morderse la lengua y tenía una expresión de absoluta concentración mientras la sangre le chorreaba de entre los labios. Él, ya no era él, sino que era ellos. Lo entendió con la misma certeza con la que había entendido todo. Él era ellos. Ellos eran él. Él era como el otro él que ahora vomitaba, se comía el vomito y volvía a vomitar. Él era ellos. Miró al cielo y se llevó una grata sorpresa al ver a los niños volando por encima, con alas tan rápidas como las de un colibrí. Los niños reían. Ya no se peleaban. Qué bueno.
            
Bajó la mirada y siguió viéndose a sí mismo.
            
Ahora lo entendía.
            
Y cuando lo entendió todo…

            
Despertó.

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¡Un saludo!

2 comentarios:

  1. Mmmm... Me gusto el como lo relatas, pero... estem... yo no entendí u.u

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    Respuestas
    1. Mi intención al escribirlo no era que tuviera sentido. Fue un experimento. Usualmente cuando voy a escribir ya tengo una idea muy cercana de que es lo que voy a hacer, pero esta vez me senté sin tener idea de nada y simplemente improvisando sobre la marcha. Quería escribir algo que transmitiera emociones sin llegar a ser lógico. Para ello use la idea de que es una pesadilla, como dice el título, donde todo puede pasar

      Saludos :3

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