Damian
Cross
Que cansado estoy. Otro día más
partiéndome el lomo para personas que no conozco en una empresa que no dirijo.
Cifus, se llama, pero no hablaré de ella porque me tiene harto. Llevo todo el
día entre números, hileras de cifras, ceros y más ceros. Estoy muy cansado.
¿Por qué diablos decidí convertirme en contador? Creo que alguien me habló de
un buen sueldo, un buen trabajo, estabilidad económica y todo eso y heme aquí,
partiéndome la espalda. O como dije antes, el lomo. Perdonen que lo vuelva a
decir, pero estoy muy cansado.
La camisa me da calor, la corbata me
asfixia. Mientras camino por el estacionamiento subterráneo del edificio, los
pasos resuenan en un eco seco. Estoy saliendo temprano. El estacionamiento aún
está lleno. Soy de los pocos hombres que pueden jactarse de salir en el ocaso,
cuando la noche nace, el día muere, y nadie tiene muy claro lo que está
sucediendo. Es muy tarde para algunas cosas y muy temprano para otras. No es
como el mediodía, cuando todo el mundo tiene planeado su día y sabe exactamente
que hacer. No, el ocaso es un momento de transición. Aún no puedo verlo, apenas
me estoy subiendo en mi auto, pero puedo sentirlo esperándome. Se acerca
mientras conduzco por los pasillos del estacionamiento siguiendo las
innecesarias flechas que indican la salida. Pago mi ticket del estacionamiento,
saludo al vigilante, conduzco ascendiendo y salgo a la calle. Hasta mañana,
Cifus.
¡Casi se me olvida el tráfico! Aún
no colapsa del todo pero ya muestra los primeros síntomas de lentitud. Vías
ligeramente abarrotadas. No importa. Un poco de paciencia, de música en la
radio y valdrá la pena. Hablando de la radio, la enciendo y lo que escucho es a
un hombre de esos de los que hablan sobre la relajación, la paz interior, el amor
propio. Amarte a ti es amar a los demás. Al menos eso dice él. Qué curioso, yo
aquí pensando en el amor y él que saca el tema. Aunque en dos contextos muy
distintos.
El amor es quien en este momento me
está pidiendo que suba la presión sobre el acelerador. Le digo que se
tranquilice y no me responde. La verdad es que no sé si de verdad sea amor. Se
parece un poco a la atracción, a la lujuria y al deseo. Deben de ser familia
todos ellos. Y deben ser chinos, porque es difícil distinguirlos, y más aún comprenderlos.
Pero ya olvidando ese chiste xenofóbico, me gustaría hablar con ese hombre de
la radio y preguntarle que sabe del amor y si tiene alguna idea de cómo
reconocerlo. Yo creía que la tenía, pero como todo universitario que acaba de
entrar, me he dado cuenta, con el pasar del tiempo, que en realidad no sabía un
carajo. No sé nada. Soy un ignorante. Voy en camino a ver a mi maestra.
Su casa está cerca pero se me hace
lejana, como un enfermo terminal que espera la muerte con incredulidad sin
creerse su suerte. Supongo que es normal. No lo sé. Eso tampoco lo sé.
Luego, poco a poco, empiezo a verla.
Su edificio se manifiesta ante mí. Se presenta dándome la bienvenida. Me
recibe. Lo mismo hace ella. Lo hace desde adentro y me lo notifica cuando me
estaciono en la entrada, la llamo y me contesta que ya le dijo al portero que
me dejara pasar, pues ella me estaba esperando. Así que me apeo del auto, pero
dejando mis cosas adentro. Me encamino a la entrada. El portero me deja pasar
con una sonrisa cordial. Se la devuelvo sin mirarlo a los ojos y subo por el
ascensor. Mi corazón empieza a acelerarse golpeteando emocionado, asustado,
confundido. ¿Es amor lo que siente? Debería llamar a esa radio y preguntarles
por ese sujeto. Tal vez lo haga mañana. Hoy estoy ocupado. Estoy saliendo del
ascensor y caminando a su apartamento. Me detengo a tocar el timbre pero no
hace falta. La puerta está abierta. Entro y ahí está ella.
Recuerdo que la primera vez que la
vi todo comenzó de un modo natural y ordinario. Un saludo, una conversación y
una despedida. No había más que decir. Luego ese proceso se repitió en más
ocasiones. Un saludo, una conversación y una despedida. Pronto esos saludos se
volvieron más tiernos, esas conversaciones más intimas y esas despedidas más
tristes. Un saludo, una conversación y una despedida. No hizo falta nada más, y
tal vez eso sea lo maravilloso y lo extraño del asunto. Debería haber hecho
falta otra cosa, pero por sobretodo ganó la debilidad.
A ese ciclo le siguieron los
coqueteos, los chistes, las insinuaciones. Esas que no notas que las estás
haciendo hasta que recuerdas la charla del día anterior y te preguntas como
fuiste capaz de decir tal cosa. Tu secreto es tan secreto que ni tú mismo lo
conoces, hasta que un sueño te hace la revelación del deseo escondido. Y una
vez que sabes la verdad, deseas compartirla pero sabes que no puedes. De todas
formas la compartes, pero solo con ella. ¡Resulta que ella tenía el mismo
secreto! ¿Ahora qué? El saludo, la conversación, la despedida y algo más. Algo
más…
Recuerdo que ella no quería. Cuando
la atraje hacia mí, cuando nuestros alientos chocaron, ella no quería besarme.
Yo tampoco quería, pero a la vez sí. Estoy sonando como quinceañero, pero es
que hay contradicciones que nos mantienen infantiles. Ella estaba igual. No
quería pero quería. Finalmente venció el sí quería y se juntaron los labios. Un
toque tierno. Suave. ¡Sublime! Hermoso en toda su expresión. Cuando se comienza
ese tacto es difícil detenerse y se desencadena una caja de pandora que se abre
un centímetro más cada vez que una lengua toca a la otra. Se abre, se abre y se
sigue abriendo. Que se caiga la tapadura si eso es lo que dios quiere, o lo que
quiera el diablo, porque los males desatados valen la pena, al menos durante
ese momento; porque después viene la culpabilidad, el miedo. Pecado. Prohibido.
Palabras en mayúsculas que te acompañan por la noche. Te dices a ti mismo que
no debiste. No se repetirá. Que linda es la capacidad que todos tenemos de
mentirnos.
Se repite. Yo no quería que se
repitiera, pero sí lo deseaba. Ella tampoco quería que se repitiera, pero
también lo deseaba. Y se repitió.
Ahora la veo, la tengo ante mí y
quiero que vuelva a repetirse. Esta vez no se niega. Se acerca y me abraza, me
besa, me hechiza. Yo le devuelvo el toque apasionado. La puerta se cerró detrás
de nosotros, aunque no sé muy bien cuando. Ahora sí de verdad que no sé nada.
¿Cuál era la estación de radio que estaba escuchando? No importa. Ella me está
besando. Eso importa. Caminamos hacia su cuarto. Eso importa muchísimo. Se está
desnudando. Es lo único que me importa. Parece que en algún momento la imité
porque ahora estamos desnudos bajo las sabanas, sobre la cama, entre nuestro
calor. La locura es el epígrafe y el titulo de esta escena. Raciocinio se quedó
en la sala. Le acompañan pudor, vergüenza y bondad. Adentro, haciendo una orgia
con nosotros, están lujuria, placer, deseo y sentimientos impuros e insanos,
pero igualmente calientes y embriagadores.
Ella se mueve y yo la toco. Solo se
detiene cuando le beso el cuello. Entiendo que lo hace para concentrarse en lo
que siente; por eso cierra los ojos. Cuando paso a la oreja no pone queja, al
contrario, su concentración aumenta y ahora sus manos, como si hubiesen estado
antes amarradas, recorren mi espalda y me afirman hacia ella. Nos acercan. Si
pudieran hablar seguro nos gritarían que nos dejásemos de tonterías y nos
fundamos de una vez por todas en un solo cuerpo. Pero como eso es
biológicamente imposible, nos conformamos con ocupar ambos un mismo espacio
cuando entro en su cuerpo y la parece cama más grande. No queríamos que esto
sucediera, pero sí lo deseábamos. Los saludos, las conversaciones y las
despedidas llevaron a esto. Llevaron a un beso, el cual llevo a una fantasía,
la cual llevo a una cama, la cual llevó a un pecado. Aquí estamos pecando. Se
lo preguntes a quien se lo preguntes, esto es un pecado. Pero vaya pecado más
delicioso. Un pecado no puede ser tan placentero. Verla ahora sentada sobre mi
cadera, meciéndose con la tonada de nuestro cielo interno, no puede ser tan
condenado. Sujetar su cabello mientras aumenta la fuerza, no puede castigarse.
Ya esto es un castigo. Un castigo divino como la inmortalidad. Soy un pecador.
Al menos pecamos juntos.
Terminamos. Uno al lado del otro, ambos
exhaustos. Como lentamente recupero la razón, me llegan imágenes de lo que
acaba de suceder. Me llega su cuerpo y sus poros en alta definición. Me llega
su espalda en mis dedos. Sus nalgas en mi lengua. Me llega todo. El deseo está
algo opaco, ahora como recuerdo. Quedaron señales suyas en los mordiscos de su
cuello. Mi cordura se digna a entrar por la puerta y me dice que me vaya de
ahí. No quiero hacerlo. Debo hacerlo. Ella no quiere que me vaya, pero me pide
que lo haga. Cuando lo hace me mira a la cara y es peor, porque me encantan sus
facciones. Me encanta su mirada, que es tan angelical como endemoniada. Me
fascina sus labios y sus mejillas, incluso su cabello cuando está despeinado,
como ahora, revuelto por el esfuerzo. Cuando me dice que me levante le
obedezco, y aunque deberíamos estar serios, una picara sonrisa se asoma en
nuestros labios. Primero en el suyo y después en el mío. Ambos nos reímos. Nos
acercamos. Nos prometemos un último beso y nos lo regalamos. Aún nos gusta
mentirnos. Después de eso me retiro.
Ya estoy de regreso en el auto
repitiendo un ciclo: me repito que no volverá a pasar y que esta fue la última
vez, pero mi ser más profundo sabe que quiero que vuelva a suceder. Él sí que
me conoce bien. Estuvo conmigo en mis años juveniles que estuvieron faltos de
emociones y experiencias. Aburridos y calmos. Eso explica como terminé siendo contador. No hubo muchas mujeres en
esos años de sequedad, ni muchos amores que extrañar, ni muchas historias que
contar. Mi ser profundo lo sabe y por eso intenta explicarme que el pasado me
puede servir de explicación para el presente, pero eso no cambia gran cosa.
Pecado es pecado; no te pide expediente.
En la carretera la vuelvo a pensar.
Ella. Ella es el conducto de mi locura. La razón de mi caída. Ella. Dios santo,
tú la pusiste en mi camino; no sé si agradecértelo o reclamártelo. Lo primero
aumentaría mi falta y lo segundo sería un descaro. Podría pedirle a tiempo que
me eche una mano pero él se tarda demasiado. Ella, es la mancha en mi curriculum.
No es un error, jamás podría serlo. Pero es el empleo que nunca debí aceptar.
No obstante, estoy regresando de su hogar.
Llego a mi casa queriendo bajarme
del auto rápidamente, pero tengo miedo de hacerlo. En este momento también
ocurre siempre lo mismo. Me entra una paranoia incesante. Debo comprobarlo.
Entro a mi casa y una voz me llega de la cocina. Es mi esposa. Se acerca y me
saluda con un beso y una sonrisa. Regresa a la cocina porque está haciendo la
cena y me invita a sentarme en el
comedor y contarle mi día. Está feliz. No sabe nada. Mi paranoia se esfuma. Mi
miedo desaparece. La culpa y la vergüenza se quedan. Yo me siento y le cuento
de mi trabajo, de lo aburrido que fue y le digo que estoy algo cansado.
Mientras hablo mi hijo llega, se sienta a mi lado y me relata sus aventuras
escolares. Juego con él un rato antes de enviarle a ver televisión. Cuando se
marcha, me acerco a mi esposa de espalda, le agarro las nalgas y le beso la
nuca. Ella se eriza y se voltea. Deslizo mis manos por sus brazos, por su
espalda, mientras nuestros labios no se juntan, pero están tan cerca que casi
literalmente piden comerse. La toco y me excito. Ella está igual. Culminaremos
en cuanto el niño se duerma.
Soy un maldito descarado.
Si hay algo que tengo claro en esta
vida, es lo que acabo de mencionarles. Soy un maldito descarado. Y si les he
hablado de contradicciones antes, aquí les va otra: amo a mi esposa. Quiero a
la otra chica, eso no lo puedo negar. Pero también amo a mi esposa. Como a
todos, durante mi desarrollo psicológico y emocional, durante toda mi
desgraciada vida, me dijeron que debes amar a una persona, estar con una
persona, casarte con una persona y tener hijos con una persona. Y claro, todas
esas personas deben ser la misma. No cuenta el una por una. Eso está bien.
Vale. Pero en esta situación se va al desagüe esa enseñanzas y es ello lo que
me confunde. Amo a mi esposa. La amo demasiado. No puedo imaginarme mi vida sin
ella. No soportaría perderla. Lastimarla me mataría. Es la razón de mi felicidad
y de lo mejor que me ha pasado en la vida. La amo. Y le estoy fallando.
Una de las consecuencias de ser
humano es tener la capacidad de fallarle a alguien que amas, y aún peor,
hacerlo conscientemente. Cuando decides que amas a una persona debería aparecer
un botón que desactive por completo la posibilidad de herirla. El botón no
existe, así que aquí estamos.
Sería fácil culpar a esta sociedad
que nos enseña lo que es la moral y luego nos obliga a acatarla, ignorando
nuestros intereses individuales. Sería muy sencillo decir que existimos
individuos que no podemos ignorar nuestra naturaleza. Hombres y mujeres a los
que les falla la mente y les gana el instinto y el corazón. Venas por las que
recorren más impulsos que en otros. Sería, ciertamente, muy fácil todo eso. Y
sería, ciertamente, una excusa. Excusa, excusa, excusa. El bien y el mal son
conceptos subjetivos, pero fallarle a alguien que te ama, que amas, y que no te
ha lastimado, es malo, malísimo, se vea por donde se vea.
Juro por Dios que estoy consciente
de mi error, que me avergüenzo, que me siento culpable. No quiero que se
repita, pero sí lo deseo. He ahí el problema.
El niño acaba de dormirse y mi
esposa me lo hace saber con una caricia. Se está quitando la ropa. Me mira
lasciva.
Que Dios me perdone.