Las calles que
recorrí
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Foto tomada por mi |
Despierto pensando en mis
quehaceres. En las labores menesteres de ese día; tareas plagadas de
cotidianidad. Muy distinto de cuando despertaba sabiendo lo que tendría que
afrontar horas más tarde y me preguntaba si sobreviviría. Me visto con camisa,
pantalones y zapatos. En mi bolso guardo la cartera y un libro. De nuevo es muy
distinto a las mañanas en las que guardaba en ese mismo bolso un casco, unos
lentes y un par de mascaras antigás... Cuando salgo por la puerta la despedida
de mi madres es simple, no es ese ruego suplicante intentando hacerme quedar,
convenciéndome de que no saliera; ella también era consciente de que tal vez no
volviera.
Todo ha cambiado mucho, pero a la
vez sigue igual. Lo que antes era malo, sigue siendo malo e incluso peor. Todo
sigue en su sitio. Nada se ha movido. Sigo en la misma cama. Las calles no han
variado.
Subo al autobús pensando en
tonterías; nada que ver con ese temor que me atormentaba en aquellos días.
¿Podré regresar después? ¿Esa habrá sido la última despedida con mi madre? ¿Qué
sucederá más tarde? Lo recuerdo bien. Demasiado bien, de hecho.
Hace ya casi un año que vi la muerte
convertida en una triste realidad. Aún no se ha cumplido el ciclo solar, pero
no le falta demasiado. Llegará la fecha en que inició el infierno; el descenso
de la poca moral que pudo haber tenido una nacionalidad, rompiendo en mil
pedazos la esperanza de aquellos pocos soñadores que aún esperaban debajo de
los puentes. Hace ya casi un año que el clamor de una bandera retumbó los
cielos, surgiendo de miles de gargantas al unísono al grito de ¡LIBERTAD!, como
estudiantes que estudian sin saber si aprobarán. Eso fuimos todos: estudiantes
caminando vendados, confiando en que alguien nos detendrá antes de caer.
No caímos. Al menos no todos lo
hicimos. Nos dimos un gran tropiezo, sí, para qué negarlo. Aún habemos muchos
con los pies en el suelo, eso también es cierto. E igual de cierto es que hay
muchos que se fueron directo por el risco y ya no volverán.
Hace ya casi un año que murieron
cientos (por decir una cifra que se queda corta). Murieron en las mismas calles
por las que ahora andamos monótonamente. Se fueron tiroteados, golpeados,
desaparecidos. Algunos fueron capturados y torturados. Otros cayeron sin aliento.
Y esos hechos sucedieron donde estoy esperando sentado a mi novia para que
tengamos nuestra cita.
En esta misma calle donde la espero
estuve a punto de ser capturado. A un compañero y a mí nos agarraron los
guardias y faltaron minutos para que nos encerraran en un auto con una bomba
que nos hubiese asfixiado hasta morir. Si logré salir de ahí no fue por mi
pericia, sino por la fortuna de la revuelta que se y inició distrajo a mis
verdugos, dándome la oportunidad de correr como alma llevada por el diablo.
Tomo a mi novia de la mano y
caminamos. Mientras hablo con ella, a su espalda veo aquellos pilares en la
entrada de un edificio donde un amigo y yo tuvimos que escondernos mientras por
el reflejo del cristal de un edificio observaba como pasaba oleada de
motorizados con la muerte como destino. Recuerdo ver a mi compañero pegado al
pilar con los ojos cerrados, temblando, mirando al cielo; pidiéndole socorro a
una deidad en la que no cree. No recuerdo si yo también temblaba. Probablemente sí.
Mi novia y yo llegamos a un centro
comercial y nos sentamos a comer. ¿No fue este centro comercial donde estuve
encerrado? Creo que sí. Sí, lo es. Es aquí donde, en media protesta, un grupo
de gente y yo tuvimos que huir al interior del centro comercial, con la
desfortuna de vernos rodeados por todas las entradas de guardias que nos
impedían salir. Le disparaban a quien lo intentara. Lo sé. Vi a un hombre ser
atendido por los paramédicos. Le sangraba toda la parte izquierda de la cabeza.
También vi a un perro que corría justo al campo de tiro y lo detuve a tiempo.
Lo dejé ir después. No sé qué habrá sido de él. Ojalá esté bien.
El otro día caminé por aquella plaza
donde mi novia se apoyó en mi hombro y
lloró. “¿Por qué tuvimos que llegar a esto?”, me preguntó. Nos habían emboscado unas horas
antes. Ella perdió el teléfono; yo perdí el aliento. Ella lloró por fuera; yo
lloré por dentro. Fue ese mismo día donde el grupo de guardias nos pasó justo
por al lado; uno de ellos rió al son de la burla y gritó “Sigan protestando”. Aún puedo
escuchar su voz sin pizca de humanidad. Dicen que no hay que desearle mal a
nadie. Pura basura. Espero que se pudra en el mismo infierno que nos hizo
sufrir.
Dejo a mi novia en su casa después
de la cita y me voy. Pasó por esa plaza donde murió una de las victimas más
emblemáticas. Un joven de mi edad. Conozco el lugar exacto en que perdió la
vida. Conozco la esquina precisa. Pareciera que me llamara cada vez que paso
cerca; él está ahí, y me grita que voltee a verlo. Me insulta cuando no lo hago
y me mira con desprecio cuando sí. “Tú estás vivo y yo no” me susurra el
viento. La victima cuya mejor amiga estaba llorando a lágrima suelta a dos
metros de mí en una asamblea que hicieron en honor a los caídos. Su llanto
sucedió en un lugar tranquilo y aún así no puedo borrarlo de mi mente.
Los autobuses, los autos, los
peatones. Ellos y yo. Todos. Atravesamos
las mismas calles que recurrimos durante aquellos meses de miseria. Allí donde
murió un joven protestante duerme un vagabundo que orina en la pared por las
noches. Allá donde murió otro soñador hay una línea de taxistas. En ese sitio
donde colocaron un altar a algún fallecido, ahora yace pura inmundicia típica
de la ciudad. La misma gente que corría por sus vidas hoy corre para alcanzar
el subterráneo.
Ya no queda ni rastro de lo
sucedido, ¿verdad?
No
Cuando parpadeo veo en el pavimento
la sangre de aquellos que murieron en el intento de encontrar para este país la
libertad; libertad que muchos de ellos nunca llegaron a tocar.
¿Cómo pudo haber cambiado todo?
¿Cómo podemos olvidar el pasado? Ahora hay esta absurda atmosfera de
normalidad. Es fácil perderse en ella si ignoramos que la acera no solo tiene
agua filtrada; también tiene sangre. No parece complicado olvidar el lugar
donde muchos fueron heridos.
No conozco el lugar exacto en donde
el hermano de una amiga recibió una bala en un ojo que posteriormente perdió,
pero no debe estar muy lejos.
Estas son las mismas calles, las
mismas direcciones, las mismas aceras. Al final lo único que perdura no es la
memoria humana ni el legado de nuestras acciones. Lo que perdura son las
montañas vigilantes los edificios
mastodontes. No se mueven de sus sitios y quedan como testigos silenciosos de
lo ocurrido. Lloran por la madrugada cuando nadie los escucha, por el día escupen destellos de asco a los
transeúntes apáticos.
Hoy camino por donde ayer corrí a
punto de morir. Hoy despierto en el sitio de donde no creí despertar. Mientras
escribo esto, a un metro de mí tengo un televisor para sodomizar mi mente con alguna comedia de Warner. Hubo un
momento, casi un año atrás, cuando lo que había a un metro de mí era una bomba lacrimógena
cayendo cual meteorito, amenazando con abrirme un agujero en el cráneo.
Hemos olvidado. Increíblemente hemos
olvidado.
Incluso yo lo he hecho. Si fuerzo mi
mente puedo alcanzar el nombre de dos o tres muertos en las protestas del año
pasado. Dos o tres de cientos. He olvidado sus nombres y sus caras. He olvidado
como murieron, incluso donde. Lo que recuerdo es el porqué murieron, y ese es
solo otro agujero al manto de mi conciencia,
pues por ahora la historia ha demostrado que sus muertes fueron en vano. Habría
que pedirles perdón.
Las calles hablan su propio idioma
inefable; lengua transmutable en manchas translucidas del recuerdo. Es una
suerte. Si hablaran en español, el eco de sus llantos tumbarían las colinas y
viviríamos en un perpetuo diluvio sin arca que nos tranquilice. Hablarían de
proezas y desgracias a partes iguales, con un final poco digno del inicio de
toda la tragicomedia que han sido nuestras vidas desde hace dos décadas.
Debemos escuchar esas calles y
prestarle atención a sus palabras. No quiero. No puedo. No debo olvidar nada de
lo que vieron. No debo olvidar lo que
vi. Debo mantener presente el sentido de la desesperación. La impotencia de
llegar a una calle cerrada mientras escuchas el rugido de esos motores
acercándose. La insignificancia que aceptas cuando vez a un mar de gente
retroceder a gritos ante la lluvia de deshonra que inicia un gatillo. El
aullido de una madre herida en el suelo que no encuentra a su hija. Los
sollozos de mi novia haciéndome una pregunta imposible.
No, no debo olvidar.
No olvidemos.
No olvidemos, por favor.
En esas calles están sepultados los
espíritus de guerreros.
No olvidemos.
En la autopista se escucharon los
pasos agigantados por un pueblo buscando liberación.
No olvidemos.
El cielo se cubrió de gas asfixiante
más digno del averno que del paraíso.
No olvidemos.
Corazones latían acelerados mientras
otros se detenían.
No olvidemos.
Me acostaré a dormir después de escribir
esto. Lo haré en aquella cama en la que estuve observando el techo
preguntándome si al día siguiente me volvería acostar. Hoy sé que lo haré. Nada
me indica lo contrario. Nada excepto esas calles. Las calles que recorrí.
Envían transmisiones a mi cerebro. Son
ellas las que me piden que escriba este texto. Me obligan a hacerlo. Llevo
demasiado tiempo posponiéndolo.
Vamos a escucharlas. Tienen mucho
que contarnos.
No olvidemos las calles que
recorrimos.
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Bueno, aquí termina un pequeño pensamiento que tuve basado en mis recuerdos de las protestas venezolanas que tuvieron lugar en abril y marzo del año pasado. La foto, tal como aclaré, la tomé yo. Tenías muchas más y bastante mejores que está, pero desgraciadamente las perdí junto con un telefono que me robaron en ese tiempo (y no tenía ni pc donde guardarlas), así que sólo me quedó esa. De todas formas las fotos no son lo mío, e imagenes que muestren perfectamente lo vivido durante esas protestas ya hay muchas.
Una vez más, gracias por leer. Sígueme en mis redes sociales Facebook y Twitter
¡Un fuerte abrazo! ¡No vemos!